Diego Maradona en los Cebollitas |
El argumento reiterado que con el grito y la exigencia, sólo volcamos en el nene la frustración de no haber sido jugadores de fútbol, es una parte de la explicación, pero ni la es toda, ni alcanza para resignarse.
Hay otro punto que es central, y particularmente dañino: es suponer, y estar convencido, de que el cerebro de los hijos nos pertenece.
Hay un extraño razonamiento que nos hace condenar un sombrero, un caño, una rabona, si la consecuencia es el riesgo de un gol en nuestro propio arco.
Aplaudimos el puntinazo a cualquier lado alejando el “peligro” y condenamos la elegancia de salir del área chica pisando la pelota entre cuatro o seis piernas rivales. Elegimos la seguridad y el no comprometerse, a la creación y la belleza.
Es como si el nene le gritara a la mamá desde la ventana de la cocina: “Hacé salchichas, maaaa!!!!!” mientras la madre intenta sorprenderlo con el mejor menú que sabe preparar… Hacé salchichas… que es más seguro, no se queman, no se pasan, no pueden salir mal… Dejá las pastas caseras y la receta de la abuela para otro momento…
¿Qué sería del fútbol sin los creadores? ¿Cómo podríamos contar la historia de este deporte que tantas pasiones enciende, sin hablar del gol de Diego a los ingleses, de las apiladas de René Houseman, de la magia del Bocha o las rabonas del Bichi Borghi? ¿Cómo explicar lo que sentimos al ver una pelota rodando, si limitáramos al arquero que la descuelga con una sola mano, al cinco que gira con la pelota en la suela para el cambio de frente, o al nueve que define con tres dedos entre el arquero y el segundo palo?
El fútbol es hermoso, y más hermoso aún cuando puede jugarse con libertad y creatividad.
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